El Nino en el campo

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Part of Semana

Title
El Nino en el campo
Language
Spanish
Source
Semana Volume IV (Issue No. 84) Julio 1950
Year
1950
Rights
In Copyright - Educational Use Permitted
Fulltext
El Niño en el campo El niño tiene en el campo -cuando el campo lo tiene— onte y llano, tierras novales tierras esquilmadas, tierras litas y tierras incultas, tie•as rotas y tierras llecas; las, rojizas, oscuras, comictas, arcillosas; otras, blanis, sueltas,' calizas; en las xillosas se siembra el trigo; i las calizas, la avena. Dese primera hora debe saber niño de dón viene—y cómo > hace—el pan que come. Si ay por allí algún molino, de­ amos llevarle para que prcmcie la moltura. Si en la asa hay un “masador”—así i llama en Levante el cuartito ande se amasa—haremos que ea cómo se amasa, cómo se ifie, cómo se modelan los paes, cómo se colocan en los ñacales o tableros, bajo una lantita abrigaña. a fin de inducirlos al horno. No olviemos la orcita de la levadura, fontaigne, siendo ya hombre, scudriñando por la casa, se ncontró un bote de levadura, nos confiesa que no sabía loue era. En el campo habrá quenes, musgos, plantas, arustos, árboles. Los liqúenes >n bonitos, blancos, amarl­ os, en las peñas, en las pare­ es, en las tejas, en 'el tronco e los árboles. Por los musgos a gusto pasar la mano, como e pasa por una felpa. Debe aber el niño, en el monte lo ue es una atocha, una sabia, un enebro o junípero, una Ihucema. Si encontramos un rbusto cuajado de esferitas ojas, digamos al niño que s un madroño y que puede omer esas bolitas, con el usto con que se come un ombón. En el campo puede aber un cortinal o huerto: e apresurará el niño, si lo ejamos, a trepar a un albaicoquero y saciarse de albaicoques verdes; yo los he coíido verdes cuando tenía seis Por AZORIN años; lo ácido conviene a los niños y nos desconviene a los viejos. El niño debe saber distinguir en plantas, arbus­ tos y árboles. Las amapolas o ababoles—en rojo, en blanco —le enseñarán la fugacidad de la vida. En el campo en­ contrará el niño lo real y lo simbólico: todo el campo es una lección de ética. No es ne­ cesario hablar de Naturaleza, cosa que nadie sabe lo que es. Debemos relacionar, con el niño, las cosas del campo con las cosas de la casa: los triga­ les—los “panes”, como decían los antiguos—establecen esa relación; la establece tam­ bién el olivo. No habrá en la casa de campo felizmente—fe­ lizmente para los ojos—luz eléctrica; el alumbrado será con luz de aceite, suave a la Bar Barrueco 0 El Bar donde encontrará a cualquier hora un ambiente español. 0 Bilibid -Viejo 1017. vista, con el milenario candil, historiado por el marqués de Camarasa, con el velón de cuatro mecheros, sin faltarle las despabiladeras o molletas, con las modestas y serviciales capuchinas. (¿Qué habrá su­ cedido en Lucena, Lucena de Córdoba, con la irrupción, de la luz eléctrica, Lucena de donde venían los veloneros? ¿Sabrán algo de esto en Ma­ drid, en la calle de Latoneros, en la que he visto “todavía” capuchinas?) Debemos poner ante la vista del niño la con­ catenación que existe de la aceituna, en la rama, a la liamita de las capuchinas o al chirriar del aceite en la sartén. En este momento estoy viendo delante de una casa rústica, leyantina, centroalicantina, un grupo de olmos que en el verano la asombran. —“Cantan” entre el follaje las cigarras. Con esto entra­ mos en un terreno bonito; pe­ ro peligroso. El niño habrá leído en el colegio algún libro de fábulas. Esopo, La Fontaine, Samaniego. Ha de dis­ cernir el niño—y tendrá que hacerlo toda su vida—la verdad de la ficción, la histo­ ria de la leyenda.—La cigarra no “canta”, como se dice en la fábula; frota un élitro con otro; la cigarra no pedirá a la hormiga alimento, en el in­ vierno; no hay cigarras en invierno; no le serviría de na­ da el trigo que pudiera darle, si quisiera, la hormiga; la ci­ garra, posada en la corteza de un árbol, va chupando la. savia. Todo esto nos lo cuen­ ta Juan Enrique Fabre. Y otros observadores han conta­ do otras cosas de algunos aní­ males difamados por los fabu­ listas. El perno que cruza la corriente con una presa en la boca no la deja caer para co­ ger otra—la imagen de la misma—que ve reflejada en el agua. A la raposita la pin­ tan unas veces lista y otras boba; siempre la raposa es cauta; no es otra la opinión de Maquiavelo. No tiene por qué la raposa “oler” el busto; co­ noce de sobra que es mármol y no carne. No se empeña tampoco en alcanzar los rae» mos inaccesibles; conoce mujr bien las alturas, puesto que cada día, es decir, cada nccha está pensando en escalar las tapias. Ni se deja engañan por la cigüeña cuando ésta la convida: de un zarpazo rom­ pe la vasija en que la cigüeña había depositado el alimento. En fin, las rapositas saben lo que pueden y lo que no pue­ den: arte supremo del vivir. (COLABORACIONES “AMUNCO”). [ 16]