Invocacion

Media

Part of Semana

Title
Invocacion
Language
Spanish
Source
Semana Volume IV (Issue No. 84) Julio 1950
Year
1950
Rights
In Copyright - Educational Use Permitted
Fulltext
La dificultad de S Un día Pedro estaba seriamente preocupado. Quería dejar la Puer­ ta del Cielo y sus deberes, por irnos minutos, y llamó a su herma­ no Andrés para que ocupara su lugar. Andrés estaba muy dispuesto a fingir de guardián, pero Pedro te­ mía dejarlo encargado. —Ten mucho cuidado—le reco­ mendó—no dejes entrar a nadie que no tenga derecho. No te guíes por tu propio criterio. Pregunta al Angel Registrador; déjate lle­ var sólo de las seguridades que él te dé, y recuerda que aquellos que tienen derecho a entrar siempre en­ trarán, y una pequeña demora no les hará mal, pues jamás hubo hi­ jo de hombre ni hija de Eva que fuera demasiado humilde. Ten cuidado ahora y no cometas nin­ gún error. Andrés le aseguró a Pedro una y otra vez que seguiría sus instruc­ ciones al pie de la letra, y por fin Pedro salió presuroso hacia el tro­ no, ya que el asunto que le lleva­ ba no admitía demora. Por el camino encontró a Jesús, y después de cierta vacilación no pudo contenerse y le contó lo que pesaba sobre su corazón oprimido: —Ha pasado una cosa terrible, Maestro—comenzó a decir—, y quiero que sepas que no tengo la culpa. He sido encargado de la custodia de la puerta; jamás la he dejado un solo minuto hasta aho­ ra; te doy mi palabra que nunca he dejado penetrar una sola per­ sona que no tuviera una hoja per­ fectamente limpia. Nadie puede sentir mayor gratitud por los pri­ vilegios del Cielo que yo. Tú me crees, ¿verdad? Jesús inclina su cabeza con ojos sonrientes. —Estoy seguro, Pedro, que has sido un admirable guardián—dijo —¿pero qué es lo que ahora te pre? ocupa? —El otro día—comenzó a decir Pedro, fijando en el Maestro una intencionada mirada de soslayo—, el otro día, me encontré con una niñita ciega a quien estoy seguro que jamás dejé entrar en el Cie­ lo. Oh, Maestro, /alguien está franqueando la entrada; nada pue­ do hacer y recaerá sobre mí la culpa de otra persona. Jesús puso su mano sobre el hombro de Pedro. —No solemos culpar con facili­ dad, ¿no es verdad, Pedro? ¿Pero quién crees que está permitiendo la entrada? —No puedo dormir ni comer pensando en esto—repuso Pedro an Pedro evasivamente—y te ruego que me ayudes. —¿Cómo puedo ayudarte?—pre­ guntó Jesús. —Ven esta noche a las once, cuando todo esté tranquilo. Te enseñaré lo que está pasando. Jesús le miró con cierto asom­ bro, peto contestó con sencillez: —Estaré contigo, Pedro. Aquella noche Pedro tomó a Je­ sús de la mano guiándole a lo lar­ go del murtf hasta el primer gran baluarte; entonces le susurró que aguardara en la sombra y obser­ vara. Y he ahí, que unos minutos más tarde vislumbraron una figu­ ra de mujer junto a la muralla al­ menada, La vieron despojarse de su cinturón y dejar caer uno de sus extrémos por el muro. A los po­ cos minutos un jorobadito trepó, dió uno o dos pasos vacilantes y se postro antt la mujer besándole el borde de su túnica. En seguida Jesús retiró a Pe­ dro de allí y al encaminarse hacia la puerta, donde no podían ser es­ cuchados, El dijo: —¡Es mi madre! —¡Sí, es María!—empezó a de­ cir Pedro— ¿y qué puedo yo ha­ cer? Aquellos que ella deja en­ trar, son todos deformes como es­ te mísero jorobado; ella sólo ayu­ da a los mutilados, los contrahe­ chos y los ciegos y a quienes pa­ decen de llagas sangrientas y pú­ tridas — criaturas horribles — que avergonzarían hasta a una ciudad terrena. ¿Pero qué puedo hacer yo, Maestro? —¡Pedro, Pedro!—dijo JesüíT, fi­ jando en él sus grandes ojos lu­ minosos—. Tú y yo, no tuvimos siquiera una deformidad en nues­ tro abono... Snbocación A una flor de mis ensueños, Albi Dampios. Inspiradora Musa de mis dolientes versos que encendiste en mi vida un sublime querer; ¿cuándo volverás a mis tiernos brazos a borrar con un beso mi largo padecer? Te quise como nadie con pasión y cariño que llenaron mi pecho sediento de calor, y a pesar de tu ausencia te quiero más que nunca, viviendo y delirando en medio del dolor. Concédeme siquiera un rayo de esperanza que alumbre las tinieblas de mi mortal desdicha y aparezca radiante en mi negro horizonte ia visión esplendente de mi pasada dicha. La nube que mi vida empaña con tristeza pasará al retomar tu imagen idolatrada que en mi numen jamás se pierde ni se borra, ¡pues de cerca o de lejos, estás en mi, mi Amada! Te adoro, amada mía con amor inalterable, con el mismo cariño y con pasión sincera, y a pesar del olvido y tus fríos desdenes, sigues viviendo sola en mi inmortal Quimera. Con mi dolor a sotas en mi recuerdo vives, sólo con mis Ipudes en mi jardín desierto, voy contando las horas de tu vuelta a mi lado, y *en mi yo te presiento, fya soñando o despierto' José L. Neri Manila, Julio de 1950. EL RECUERDO... (Viene de la, pág. 17) ras de merecido ocio y des­ canso ! Las luchas de la juventud son el triunfo y colmada ale­ gría de la vejez. La fidelidad de sinceros amigos será mañana la pun­ zante espina de taimadas' amistades. Hcy la lealtad y abnegación de la honrada esposa será mañana lágrimas de amor del infiel esporo. El recuerdo nos avalora las cosa^ tales cuales eran. Y el precio que da el recuerdo es el valor que permanece inmuta¡ pensamos dudando ahora lo que mañana veremos cierto! El recuerdo lleva dos cor­ tejos: el amor agradecido o el tardío arrepentimiento... ¿quién no admira el complejo psicológico de nues'ro ser? El recuerdo de las buenas obras corresponde al amor agrade­ cido ... la cordial gratitud... por los malos pasos y por aquellos perversos instantes de más perversas amistades llora triste y solitario el tar­ dío arrepentimiento... El re­ cuerdos es placentero si les he­ chos han sido buenos... con­ gojoso si reprobables. EN LA SOMBRERERIA Don Cosme se prueba muchos sombreros y al fin dice: ¡Que bien me queda este! ¿Cuánto vale? El sombrerero.—Nada, señor, es el mismo que usted trajo. [37]