Poesias completas de Gabriel Y Galan

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Part of Semana

Title
Poesias completas de Gabriel Y Galan
Language
Spanish
Source
Semana Volume IV (Issue No. 90) Septiembre 7, 1950
Year
1950
Rights
In Copyright - Educational Use Permitted
Fulltext
POESIAS COMPLETAS -----------------------------------DE-----------------------------------GABRIEL Y GALAN DE RONDA I Al pardear se encontraron y hablaron estas palabras: —¿Ande vas? —Voy al casillo. —¿No sales luego una miaja? —Daremos un cacho vuelta cuantis que apaje las vacas. Me faltan cuatro posturas —Pues yo voy á darles agua. —¿Al río? —No, al Mullaero. —Pites bien mala está esa charca. Y los mozos se apartaron sin decirse más palabras. II Era una noche de Enero muy fría, serena y clara: noche de muchas estrellas y pocos ruidos. Helaba. Cuatro mozos embozados en sus anguarinas pardas platican, y no de amores, en la mitad de la plaza. —¿Qué andáis hiriendo estos días? —Pues hate cuenta que nada: arrecogiendo buñicas enlos praos; mi padre en casa. Y vusotros, ¿ánde andáis? —Hiriendo también la engaña: hoy, á por unos carrascos pa masar. La otra semana no nos vagó djr á ellos y derrotemos más támbaras!.. . —Y tú, Juan ¿andas á istierco? —No, maldito; ya no hay nada: euasis de viga derecha tó el día, Pasó mañana habrá que echarlo al molino con garrobas pa las vacas y el desotro á por adobes pa gobernar una miaja las tenás del otro barrio... —¡Chachos, qué noche tan rasa!... No se barrunta una mosca. —No, pues anca de Luciana buena zoriza traían cuando yo salí de casa. —Hay baile. —¿De pandereta? :—¡Quiá, de badil! —¿Quién cantaba? —Pues por un lao parecía Quica y por otro Colasa. —¡Son tan autás!... —¿Y de mozos? —Cuatro chavalillos... nada. —¡Chicos, pahí han jijao! —Esos serán los Pardalas que salen de ancá de Petra... ¡Callarsos á ver si cantan!... —Ellos son, hombre* no escuches '; ¡si ha jijeao!.... —¡Coiné, calla! ¡Tú jijea y que hablen ellos!... —¡Ay jí ji!... —¿Quién vive? —¡España! —Buenas noches —Buenas noches. —Y frescas. ¿De qué se trata? —Pues decían que esta noche iba á hacer baile Luciana porque iba á venir á ella un mozo de Matamata, que dicen que gusta ponche y que toca la dulzaina. —Pues lo del mozo es mentira, porque han ido ancá Luciana tres veces los mayordomos á cobrar el vino y... ¡nada! Lo que hay es baile. —Pues vamos. —¡Si es de badil! —¿Y qué ¡Hala! —¡Muchachos la toná nueva! —Los que la cojáis, echaila!... III Y abriendo mucho las bocas, llegaron «ancá» Luciana. Cerrada estaba la puerta, la casa en silencio estaba, porque su gente tenía que «masar» muy de mañana y no madruga la gente si las veladas son largas. Calle abajo, calle abajo la ronda siguió su marcha y no dejó aquella noche calleja no paseada, ventanillo no atósbado, gato que no apedreara, perro echado, charco lleno y estrella no contemplada. —¡Chachos, debemos de dimos, si sos páece, á la cama; que antes que nos percatemos, la gente vieja rebulla. Si no, nvivai las cabrillas por ánde van ya... —¡Pues anda, que yo que tengo en el cinto la llave pa entrar en casa!... ¡Uy, Dios, como me barrunten, verás mi madre mañana! —Pues, chicos, yo no me acuesto; me voy á apajar las vacas cuantis me quite esta ropa pa dir temprano á por támbaras. — á mí me dijo mi madre que á cepas, chico, ¡pues anda qúe voy á tener un cuerpo pa rozar!... ¡Uy qué galbana! —Pues yo, galán, á buñicas,.. —Y yo á calentar el agua pa masar. —Y yo al mercao. —Y yo á piedra. —Y yo á las cabras. Con que, muchachos, que es hora: ¡cada uno pa su casa! Y el grupo de rondadores se abrió como una granada. IV Al poco rato la aldea muerta del todo quedaba; la alborada aún no venía, declinó la luna blanca, relucían las estrellas, iba en aumento la helada, el suelo se endurecía, los tejados blanqueaban... [20] En su repelente y malévolo rostro, de una flaqueza cadavérica, destaca­ ban los saltones y chispeantes ojos, de suspicaz mirada, hundidos en las órbitas; la nariz, puntiaguda y encorvada como el pico de una lechuza; los pómulos, descarnados; el mentón, saliente; la boca, desdentada; todo ello cubierto por una horrible hopalanda de luto que apenas si le cubría la cabeza y asomando por entre sus rotos, los blancuzcos y lacios cabellos que le caían sobre los hombros en desgreñados mechones. En la mano derecha empuñaba un bastoncillo, sobre el que sostenía su encorvada figura. Rehecho de la impresión que tal engendro de mujer le produjese, y después de dejar como atalaya a su escudero a la entrada de la gruta, avanzó decidido, mientras que la hechicera, mostrando su~ repugnante y helgada boca, exclamaba con júbilo: —¡Pasa, pasa a honrar mi humilde morada! ¡Por Satanás, que ya te esperaba con impaciencia! ¡Azote de los infieles! —¡ Por los Siete Durmientes ¡—repuso el agareno en el colmo de la estupefacción—. ¿Cómo es posible, bruja, que supieses mis deseos de consultarte si hace poco que yo mismo ignoraba iba a venir aquí? —¿No se casa la hija del gobernador?—continuó la anciana con bur­ lona sonrisa, mientras achacosamente le conducía al interior de la cueva—. ¿No la amas tú con locura? ¿No abandonaste la Península huyendo de su amor imposible? ¿No darías cien vidas por hacerla tuya? ¿Pues qué de extraño tiene que yo adivinase que en noche semejante la única persona capaz de acudir a este sitio fúese el más valiente de los abencerrajes? —Bien, ahorremos palabras ¡—replicó, absorto, Bten-Atar al ver cuán fácilmente había descubierto la hechicera su amor por la cristiana—. Me alegro que tengas conocimientos de mis deseos; así evitaremos enfa­ dosas explicaciones y se abreviará la entrevista. ¿ Estás dispuesta a favore­ cerme? ¡¥a sabes que pago bien a quien bien me sirve! —Estoy pronta a tu mandar, Príncipe de los Creyentes; mas, por Mahoma, pasa y siéntate a la lumbre, donde secarás tus empapadas ropas, así como tu acompañante—dijo volviéndose; pero al notar que aquél no había penetrado en la gruta, le preguntó suspicazmente—: ¿Por qué no entró? ¿Es que le he causado miedo? ¿Cree por ventura que tengo el poder de remontarme por los aires cabalgando en una escoba? —No te preocupes por mi criado, a quien no le interesa lo que hable­ mos tú y yo. • —¡Como dispongas, Príncipe!—dijo, al par que descorría una mu­ grienta cortina de tela de saco, dejándole expedita, la entrada. La impresión que recibiera el caudillo no pudo ser más desagradable. Una atmósfera impregnada de fétidas miasmas le hizo buscar en el perfúme del pañuelo alivio para su delicado olfato; sin embargo per estar entumecido por el frío y la'lluvia, aceptó gustoso la hospitalidad que se le ofrecía y, a pesar de lo hediondo del cuchitril, acercóse a la tosca chime­ nea donde ardía un añoso tronco de pino. 29 Fuera, la tempestad zumbaba con violencia; la insistente lluvia des­ plomábase entre el tableteo de los truenos, penetrando hasta ellos de vez en cuando, por las reudijas de la carcomida puerta, la deslumbradora luz de los relámpagos. Por unos momentos permanecieron en silencio, mientras Ben-Atar echaba una mirada al contenido del extraño aposento. El tiempo y las filtraciones habían agrietado la Toca, que aparecía ennegrecida .por la constante acción del humo del hogar, qué había inva­ dido todo con una alfombra de suciedad y hollín. Desde el alero de la chimenea un gran candil esparcía su. incierta luz sqbre el reducido apo­ sento, dándole un aire de misterio/ Enigmáticas inscripciones habían sido dibujadas en las partes que quedaban libres en las paredes, pues eran tantos los cachirulos que la adornaban, que cubríanla casi por completo. Cabezas disecadas de lobo y hediondos reptiles con horribles expresiones; pentalfas o figuras cabalísticas en forma de estrella de cinco puntas; CUBOS DE ORO; pregaminos impresos con caracteres mágicos; cofres a medio abrir, que conteníando secos yerbajos y plantas extrañas; en un renegrido trípode pendía de gruesa y mugrienta cadena una marmita en la que hervía, a borbotones, un líquido negruzco, mientras que junto a él un carcomido atril sustentaba un voluminoso «Clavícula SalomonisI, libro de magia atribuido a Salomón, en el que se hallaban escritas fórmulas de conjuros, Finalmente, sobre una mesa, se destacaba sonriente calavera con espantosa mueca y una esfera grande de cristal. Todo, en fin, cuanto de misterioso y hechicero había creado la fan­ tasía del vulgo, como sbrenatural y enigmático, se hallaba reunido en la nigromántica estancia. Obscuras telas de araña pendían del abovedado techo, donde revolo­ teaban un par de murciélagos, culminando su decoración en una repug­ nante lechuza, cuyos ojos brillaban imponentes, y que descansaba en el respaldo del sillón en que la hechicera se sentó presidiendo aquel antro dedicado en absoluto a la brujería. Comprendiendo el príncipe agareno que, a pesar de ello, el talismán más poderoso para hacer parlanchina a la vieja era el oro vil, sacó de entre los pliegues de su caftán un bolsillo y arrojándolo sobre la mesa exclamó: —¡Toma, bruja; antes que hablemos mira si este bolsón de oro te hará soltar la lengua!. Tan elocuentes razones hicieron brillar destellos de satisfacción en los codiciosos y feroces ojos de la maga, aunque, disimulando su contento, repuso: —No creas, ¡oh poderoso abencerraje!, que es el interés el que me induce favorecerte. Para vengar la persecución de que soy objeto, estoy dispuesta a ello, colaborando así, aunque de manera indiercta, a mi apete­ cible venganza. 30 Quedó mirándola recelosamente el caudillo y, después de un breve examen, repuso: 2 ¡ —Mucho en ti he de fiar al darte cuenta de mis proyectos, empero, ¡¡sírveme bien y te juro por Allah pesarte en oro; mas si me traicionas, ¡guay de tu cabeza! Que el más refinado suplicio sería menguado a sa­ tisfacer mi encono. —¿Qué deseas? ¿Un elixir para prolongar tu vida?—dijo ladina­ mente la anciana, atemorizada por la amenaza—. ¿Algún bebedizo para ser amado por la cristiana que absorbe tus pensamientos? ¿Un filtro ponzoñoso con que deshacerte de tu rival o que solamente trastorne- su cerebro haciéndolo enloquecer? ¿Un licor que suma el espíritu de una per­ sona en horribles padecimientos? Todo eso está a mi alcance; en cuanto al porvenir, no puedó engañarte; he de confesar que ello es una creación de los charlatanes, ya que en este misterio insondable sólo puede leer el Todopoderoso. —¡Oh, tú, miserable bruja condenada por Dios! ¿Cómo te atreves a pronunciar el nombre del Altísimo cuando tu alma está tan inmunda como el nido del cocodrilo?—repuso Ben-Atar mordiéndose los labios, im­ paciente. —¡Perdona, Brazo del Islam! Sólo quería explicarte que he intenta­ do arrancar a la Naturaleza los arcanos que encierra en sus entrañas. —¿Conque tu poder no alcanza a leer los designios del porvenir? —replicó, tranquilizándose, el caudillo. —Si fueras uno de los tantos que acuden a mí para satisfacer su egoísmo, diríate que puedo leer en el presente, en el pasado y en el porve­ nir, y a los conjuros de mi magia, mostrar aquello que tu corazón desea. Para demostrarlo bastará que estés atento un segundo y algo maravilloso se presentará a tus ojos. Se acercó la ancaiana a la mesa, tomando uno de aquellos frascos donde se guardaban unos polvos amarillentos. Al conjuro de sus pala­ bras y llamando en su auxilio al Espíritu de la Negación y a los cuatro elementos: La Salamandra, el Silfo, El íncubo y La Ondina, lo vertió luego en el puchero que hervía en el hogar. Acto segido se elevó de la marmita una llama azulada a la que suce­ dió una intensa neblina blancuzca que inundó la cueva; aquel denso vapor fué condensándose al elevarse, dejando entrever paulatinamente, en su centro etéreo, la figura de una gentil criatura. —¡Mira!—exclamó la bruja, dando a su rostro una expresión más espantosa todavía y extendiendo su mágica varita sobre la azulada lla­ ma—. ¡ Ante tu vista va a presentarse la mujer que adoras! —¡Violante! ¡Violante!—exclamó, exaltado, el agareno, que al im­ pulso de un poder incontrastable e influido tal vez por las palabras de la hechiecera, creyó ver el rostro de su amada. 81 Cuando le hubo pasado los efectos de aquella alucinación, prosisiguió la bruja, sonriendo: —¡Ya ves cuán poco esfuerzo me costaría, conociendo el amor fre­ nético que te consume las entrañas, engañarte como a un muladí cual­ quiera ! —¡ Dejémonos de ficciones, maldita vieja!—repuso exasperado el príncipe, al ver que de manera tan infantil había sido engañado—. Jue­ gas conmigo al saber que, por llegar a posesionarme de la hurí blanca de los ojos verdes, sería capaz hasta de vender mi alma a Eblis.—Y después, como anonadado por el peso de su angustia, confesó de nuevo—: ¡Vivir sin ella es vivir una noche sin fin! ¡La mujer que Dios puso en el Paraíso no podía haber sido más hermosa!—Pero reaccionando súbitamente pro­ siguió, lleno de impaciencia—: ¡Mañana será ya tarde, y, por Mahoma, que no se me ocurre la idea para llegar a obtenerla! ¡Venía esperanzado en ti, creyndo que sabrías darme alguna solución, y lo único que he conse­ guido es que te burles de mí! —¿Quién ha tratado de hacer tal cosa, Esperanza de los Creyentes? j Si te sosegaras y pusieras tu fe y confianza en mí, verías que estoy tan sólo tratando de ayudarte en cuanto puedo, aunque no se me oculta que lo que intentas hacer es a todas luces irrealizable, ya que penetrar, en Alhama, donde la guardan como celosos chacales miles de valientes soldados, que no dudarían en ofrendar sus vidas por ella, es completamente imposi­ ble, a no ser que organices un fuerte ejército para sitiar la plaza y conse­ guirla por las armas. v —Pero, ¿quién te ha dicho que no puedo entrar en Alhama?—y re­ capacitando que habíase olvidado de darle cuenta de la circunstancia de ser invitado por el Gobernador a la boda, y que precisamente habían escapado de la fortaleza para ir a consultarla, lo hizo apresuradamente. Al conocer la hechiecra esta circunstancia, quedó reflexionando unos instantes, al cabo de los cuales, con mefistofélica sonrisa exclamó: —¿De manera que su habitación está enclavada bajo la tuya? —¡Sí!—contestó, impaciente, el moro. —Y por tanto—siguió la bruja, como hablando consigo misma—te sería fácil descolgarte por el balcón de tu alcoba y llegar hasta el de tu adorada. —¡Sí!—respondió, atajándola, el caudillo, consumiéndose de impa­ ciencia al querer leer en la idea que vagaba por la mente de su interlocutora. —Quedó pensativa la hechicera, mirando fijamente a su visitante, como escudriñando en los más recónditos pliegues del fondo de su corazón la verdad que en él se ocultaba, temorosa de que, al confiarle sus secretos, pudiera ser traicionada; mas, a juzgar por la sonrisa de satisfacción que dibujó su enarcada boca, el examen debió de ser todo lo satisfactorio que deseara toda vez que, ya sin recelo alguno, xclamó, dando a sus palabras un señalado tono enfático como reveladoras de una gran misterio: 32