Kinsadan

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Part of El Misionero

Title
Kinsadan
Language
Spanish
Source
El Misionero Año V (Issue No.11) Abril 1931
Year
1931
Rights
In Copyright - Educational Use Permitted
Fulltext
Kinsadan Por el Rev. Padre Michell, Bontoc. QUE viejo parecia!... ¡Que viejo!... con sus cabellos, largos blancos como la nieve y flotando hasta las espal­ das... ¡Que viejo parecia! con sus hombros encorvados por el peso de los años y los continuos asaltos de los días, porque su vida había sido dura así lo manifestaba la venerabilidad de su bella cabe­ za. Su cara, una cara de ancia­ no, con la boca retrocedente sin muelas ni dientes, escondida de­ bajo unas narizes de águila, con la frente larga perdida en su halón de cabellos; su cara adornada con dos pendientes pesados que le alargaban inmensamente los lóbu­ los de las orejas; de veras parecía espléndida. Pero lo que daba aun más expresión a su belleza de anciano, eran sus dos pequeños ojos de esfinge,, medio abiertos, medio cerrados, siempre brillando como chispas eléctricas y buscan­ do atravesar las profundidades del alma. Aunque escondidos debajo dos párpados encarrujados en for­ ma de triángulos, pero continua­ mente abiertos y vividos, estos ojos típicos de Kinsadan revela­ ban inmediatamente todo su pasa­ do: el viejo era la cabeza de su po­ bre pueblo. Si, durante muchos tiempo habia sido el jefe de todos sus compañeros, de los ancianos AL “THE LITTLE APOSTLE” 333 como de los jóvenes y de tocaos los habitantes. Qu’zás, en los años pasados,—pero nadie lo mencionaba—algún día había tra­ ído a casa alguna cabeza humana de un enemigo, pero, lo repito otra vez, nadie lo revelaba: aquella cabeza era un trofeo glorioso. Y sucedió que un di a el gober­ nador de Bontoc le llamó a la ca­ pital de la provincia y allí recibió de las manos de su autoridad un bastón negro de caoba con puño de plata: la señal de la suprema autoridad en su pueblo y de nueva y la más alta dignidad. Desde aquel día no llevaba mas su lanza aguda como en los tiempos pasa­ dos... le bastaba el bastón. Los habitantes del pueblo orgullosos de su jefe le admiraban profunda­ mente y el viejo Kinsadan orgu­ lloso de su dignidad no menos ad­ miraba su pueblo de Sadangan. Muchas veces, muchísimas ve­ ces, había venido a Bontoc y siem­ pre visitaba la misión. La última vez que yo vi a Kin­ sadan, fué al visitar Sadangan, su pueblo. Era un día majestuoso, como sólo se encuentra en un país tropical. Salí de Bontoc al ama­ necer él sol. Mi caballito, anima­ do por la brisa fresquita qué can­ taba entre los montes y desfilade­ ros, galopaba alegre por el camino tortuoso, que obstinadamente si­ gue las curvas caprichosas del rio Chico. De vez en cuando el sil­ bido ansioso de algún pájaro es­ pantado ó un grito inesperado procedente de alguna colina va­ riaba el silencio poético del para­ íso terrestre que forma este rin­ cón perdido de la subprovincia de Bontoc. Había viajado media hora, cuando inesperadamente mi caba­ llito algo espantado levantaba las orejas: había percibido un ruido monótono y continuo. Pocos mo­ mentos después, en una curva del camino, apareció un grupo de gen­ te, todos hombres Igorotes, an­ dando en fila, cada uno de ellos llevaba una lanza luciente, gra­ ciosamente batiendo el escudo co­ mo para animar la marcha. Cier­ tamente no tenían ningún aspecto feroz ó mal intencionado: sus ca­ ras francas estaban en contradic­ ción evidente con la apariencia guerrera de sus armas: venían de algún pueblo vecino situado en la rivera al otro lado del rio é iban a una montaña donde, para cum­ plir con el dictamen de sus super­ sticiones, ejecutarían un combate fingido para ahuyentar los espíri­ tus malos. Después de un saludo y un adios cordial, nos separamos y poco a poco el ruido de los golpes sobre los escudos se desvaneció detrás las curvas del camino. Sin em­ bargo el encuentro me había im­ presionado mucho: al seguir mi camino no pude rechazar la idea de cuantas almas creadas según la imagen de Dios vivían al otro lado del rio pero muertas ante los ojos divinos, porque viven en las tinieblas del paganismo y de la ignorancia y hasta ahora no hay O A “EL MISIONERO” 334 quien los rompa el pan celestial ó les enseñe la “Via, la Verdad y la Vida.” Por la tarde llegué al pie del monte que esconde Sadangan. Un sendero estrecho, que se separa del gran camino, serpentea su­ biendo hasta la cima de la colina. Despacio, muy despacio empiezo la ascensión. De vez en cuando agarro la cola de mi bucéfalo y así me dejo arrastrar donde la pen­ diente es casi perpendicular. Por fin, sudando más que mi caballo y exhausto, llego a la cumbre. En el bajo de donde vengo, aparecen el camino y el rio como dos hilos blancos perdidos entre los montes y precipicios. Al otro lado del monte, pero como oculto por dos colinas, se extiende el pueblo de Sadangan en forma de un inmen­ so anfiteatro compuesto de arro­ zales que forman las gradas. Y allá, más lejos aun, en la cima de otra montaña, algunas casuchas revelan la existencia de otro pueblecito que se extiende en la lade­ ra del gigante. De los varios precipicios que me rodean suben continuamente unos murmullos de vez en cuan­ do interrumpidos por una voz es­ tridente que echa a los vientos su canto implorador: “¡tengao... tengao!” Conozco aquel grito mo­ nótono, le conozco muy bien: me traspasa el corazón: me anuncia la prohibición de entrar en el pue­ blo. En ciertas circunstancias, cuando por ejemplo un individuo ha muerto ó cuando se celebra al­ guna fiesta supersticiosa, los an­ cianos reunidos para deliberar de­ ciden el “tengao”, es decir un des­ canso forzado y general ó sea el interdicto a cualquiera persona de salir de la población etc. según la gravedad del motivo por el cual se decreta el descanso. ¿Qué? ¡Hay tengao! ¿Habré venido de Bontoc tan distante, su­ bido aquel monte tan alto, sola­ mente para poder contemplar des­ de lejos el pueblo que quería visi­ tar? ¿Acaso es el demonio que muestra las orejas para burlarse de mí y mis esfuerzos? Sin pender tiempo tomo una decisión: después de una oración a la Virgen, empiezo a bajar es­ condiéndome lo mejor posible de­ trás las matas y hierbas. Quizás llegaré al pueblo sin ser observado y entonces, una vez allá y estando con ellos, me dejarán quedar en el pueblo. Habiendo llegado a unos dos­ cientos metros de la capilla, ino­ pinadamente algún cabecilla se presenta y me intercepta el cami­ no. —“Padre” me dice algo excita­ do y nervioso, “Padre no se acer­ que más, hay tengao; se prohíbe entrar en la población.” —“Tengao? Hoy?” “Si Padre, hay tengao: mañana empezamos la cosecha del palay... No se adelante más.” Lo que el anciano no me cuen­ ta es que si entro en la población tendrán que repetir todas las cere­ monias desde la mañana, y probaNUESTRA DIRECCIÓN: P. O. BOX 1393 335 blemente a cuenta del intruso. —“Oiga, amigo” le contesto, “vaya a llamar a Kinsadan y los demás ancianos. Quiero hablar­ los. Pronto, aquí esperaré.” ¿Tendré que volver ó no? ¿Po­ dré convencerlos? De ninguna ma­ nera estaba dispuesto a volver atrás... !Que fácil hubiera sido pa­ ra los ancianos en el caso de que algún dia quisieran imped'rme vi­ sitar su pueblo! Bastaría decla­ rar algún tengao cuando me ve­ rían bajar el monte, y cediendo esta vez, siempre debería volver en este caso. ¡Ah, que se burla­ rían de mi candidez! Sin embar­ go era imposible entrar en el pue­ blo por ahora sin el consentimien­ to de los ancianos. Eso les indisponería contra mi persona y me cortaría para siempre el acceso a su pueblo, lo que significaba el rechazo de la religión; efectiva­ mente la influencia de los ancia­ nos es todopederosa. Unos cinco minutos más tarde, los ancianos—eran cuatro—casi de la misma edad, llegaron segui­ dos por Kinsadan. Todos y cada uno expusieron sus razones para impedirme ir al pueblo: no podía interrumpir el tengao; debía ir al otro pueblo más cercano; tal era la decisión de cada uno y de to­ dos. —“Padre” me dijo el mas pe­ queño de los ancianos, “Padre, el pueblo más próximo está muy cerca.” La cara del orador que probablemente nunca fué mojada y por consiguiente parecía más b en la fisionomía de un ángel caí­ do, no podía esconder los malicio­ sos designaos de su corazón paga­ no. —44Padre” asi continuó, “V. pue­ de ir allá y volver aquí mañana y entonces podrá visitar todo nues­ tro pueblo y cada casa y espero que me visitará también; nos gus­ taría a todos recibirle bien. Pe­ ro,”—y el viejo insistió mucho en aquel malic’oso “pero”—“pero si V. entra ahora en la población, los anitos, los espíritus de nuestros antepasados se enfadarán y toda la cosecha del palay será perdida. V. sabe que un día un empleado del gobierno ha entrado en nues­ tro pueblo durante el tengao, y V. sabe cómo su visita nos ha ca­ usado muchos daños... etc.” Con la paciencia de un ángel, escuchaba sus razones como las de sus compañeros que tampoco faltaban, a las cuales de vez en cuando contesté con una sonrisa ó un movimiento de cabeza como para aprobar la lógica de sus pala­ bras, sin ofender sus sensibilida­ des ó pundonor. Y hé aquí que alguien trajo vino de caña dulce ó “basi.” Para conformarme con las reglas de la urbanidad local, tomé un sorbíto y pasé el recep­ táculo al vecino, sin mirar de cer­ ca ni al contenido ni a la copa para no sublevar el estomago. ¿Quién sabe? El refresco quizás cambiará sus disposiciones más ó menos hostiles... y empecé mi con­ testación para refutar sus insinua­ ciones. DONATIVOS INCONDICIONADOS LOS MEJORES 336 —“Vosotros habla* s de irme al otro pueblo, pero está muy lejos y en cima de aquel monte alto. Mirád al sol: está para ponerse; me es imposible llegar allá antes de la noche. ¿Por qué no me dejais entrar en vuestro pueblo? Mi­ rad a la capilla: está en los lím tes de vuestra población: allí iré. Cuando estaba para construirla vosotros me dijisteis que siempre me permitiríais visitaros y ahora quisierais renegar vuestra prome­ sa: queréis impedirme la entrada en la capilla. Allí está el gran Señor... —“Si, Padre, el gran Señor y los anitos...” —“Si, y rogaré al gran Señor para que os dé abundante palay; diré para vosotros una buena ora­ ción para que mañana tengáis una buena cosecha y veréis cómo la dará.” —“Verdad, el gran Señor es poderoso” contesta uno de los cin­ co pero de un tono algo escép­ tico, “y el Padre también es pode­ roso y también puede pedir al gran Señor que nos castigue.” El tiempo pasa: él sol está para ponerse. Sabiendo que gusta a mis oyentes ser llamados “guapos” les digo: —“Mañana tomaré vuestras fo­ tografías; vosotros sois los más guapos ancianos que jamás he vis­ tos. ¿Pero que diré en Bontoc? ¿Que sois guapos pero no del todo afables?” Y dije a la oreja de Kinsadan: —“Mañana quiero hacer la fo­ tografía de V. solo.” Tener una foto de su persona había sido el sueño de su vida; mi promesa cayó en la parte mas blanda de su corazón; estas pocas palabras interrumpieron su largo silencio observado hasta entonces. —“Como el padre ha venido hasta aquí, no podemos despedir­ le”, argüyó Kinsadan, “ya le es imposible llegar hasta el otro pue­ blo: es tarde. Además él tiene su casa aquí, pues es como uno de nuestro pueblo.” Estas pocas palabras termina­ ron el debate... Los últimos ra­ yos del sol adornaban las cum­ bres de los montes con un halón de colores verdes, rojos y azúles. De repente Kinsadan se levantó y juntos bajamos al pueblo. La Virgen del cielo había cortado un anillo de la cadena con que Sata­ nás guarda esta gente esclavizada como su única propiedad hasta ahora, porque el tengao es uno de los más difíciles obstáculos a su conversión: estos paganos siem­ pre y continuamente són ator­ mentados por el miedo infernal de los anitos, o espíritus de los difun­ tos, que según ellos vuelven a sus paraderos pasados y que por con­ siguiente deben ser espantados ó al menos pacificados por las cere­ monias del Tengao. —— Kinsadan ya no está... Ha muerto después de una enferme­ dad de pocos dias, y solamente tres semanas más tarde supé la triste noticia, durante una visita EMPLEE UN DÍA DE VACACION 337 en algún pueblo vecino de Sabangan. ¡Pobre Kinsadan! ¡Tanto como me había ayudado! ¡me erá tan fa­ vorable! y ha dejado este mundo quizás sin reconciliarse con su Creador. Porque nadie estaba a su lado, en sus últimas horas para iluminarle cuando las tinieblas de la muerte le rodeaban. Nadie estaba a su lado para repetirle las palabras que antes había oido del misionero. Habrá visto sin fruncir el entrecejo las muchas ceremonias hechas por sus hijos ó el mambunung (hechicero) para ahuyentar los espíritus malos que causaban su enfermedad y su muerte. Habrán amarrado su cadáver a la silla de muerte y du­ rante algunos días los hombres, las mujeres y especialmente sus hijos habrán llorado y cantado sus lamentaciones en frente de sus restos, diciendo: —“Ay, padre, tu nos has aban­ donado, ya no te veremos más. Tienes todo lo que necesitas: yo te doy una manta y un cinturón blanco; mi hermano te dá una manta blanca; mi hermano menor te dá una manta con uñ cinturón negro. Cada uno de nosotros te hemos ofrecido todo lo que con­ viene. Yo te doy un cerdo que matarán por la mañana; mi her­ mano té ofrece un cerdo para ma­ tarlo al medio día; y mi hermano menor te ofrece un cerdo para matarlo al anochecer. Te daré un cerdo cuando bajen tus restos a la tumba. ¡Ojala que tus hijos sean fuertes y valientes! etc. etc.” Durante dos días todos los pre­ sentes a las ceremonias habrán contado los famosos hechos del difunto hasta la bajada del cadaver en el hoyo de su último des­ canso. Siete días después todos los parientes reunidos habrán ter­ minado las últimas ceremonias y el recuerdo de Kinsadan para siempre se desvanecerá. Hace pocos días fui a visitar de nuevo el pueblo de Sadangan. Bajando las laderas escarpadas del monte, me detuve un momen­ to para contemplar el pueblo en donde aun reina el demonio con todo su poder infernal; hasta ahora sólo unos cuatro habitantes de Sadangan han s do bautizados cuando estaban en peligro de muerte, pero no pasaron a mejor vida. De setenta a ochenta niños em­ piezan a aprender la doctrina y los rezos, pero que siempre la han olvidado cuando les visito de nue­ vo, y quizás ya antes de marchar­ me para volver, porque no puedo visitarles más que una vez en el espacio de dos meses. Sin embar­ go en cada visita, hombres y mu­ jeres, ancianos y jóvenes, todos me suplican les diese un catequis­ ta; escucho sus peticiones, y les animo con la esperanza de que al­ gún dia tendrán uno, pero huma­ namente hablando, no sé cuando podré mandarle, si la Santa Pro­ videncia no escucha mis oracio­ nes en favor del pueblo de Sada­ ngan inspirando a algún bienhe­ BUSCANDO UNA NUEVA SUSCRIPCIÓN 338 chor que quiera sacrificarse por la salvación de estos centenares po­ bres paganos. ¿Desgraciadamen­ te, cuantos hay como Kinsadan, y cuantos niños hay que mueren sin la gracia del bautismo?... Kinsadan, unos momentos an­ tes de morir, pidió un sacerdote, así me contó uno de sus hijos. La Providencia es insondable en sus designios. A nosotros cristianos ha demostrado su amor privile­ giado. ¿Guando vendrá la hora de la conversión de los habitantes de Sadangan? ¿Cuando habrá un catequista que les enseñe?