El unico gesto

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Part of Excelsior

Title
El unico gesto
Language
Spanish
Year
1930
Rights
In Copyright - Educational Use Permitted
Fulltext
Aurclio se repantigó en la butac8, exteñd;ó les br:::zos en un desperez&m:iento largo mientras un profundo bostezo desfigm abt las líneas puras de su boca que había gustado de tantos ósculos femeninos. Se alzó del sillon y con un gesto de aburrimiento dejó sobre la mesita el libro que tantas veces había deleitado sus sentidos: Las Temporeras, en cuya profunda emotividad había él diluí do sus largas horas de hastío. Dió una última chupada al cigarr'illo que tenía entre los dedos y se dirigió hacía el piano. Sus mano3 'desgranaron un preludio sin principio ni fin, y después, .en la calma grávida de dulzuras de aquella tarde abrileña, fueron cayendo con maravilloso realismo las gotas de armonía del Jm·dine Sous Le Pluie. Y, allí, frente al piano, aquel virtuoso del gusto elegante y refinado, fué cediendo su tedio ante aquellas ráfagas de viento y chorros de agua que ba-rrían de su alma la monotonía que envolvía su vida desprovista de emociones. Y la luz fué c-ediendo poco a poco ... Envuelto en sombras proseguía el piano su canción. ¡El cre,púsculo melancólico y Debussy ! . . . Y terminó la racha musical. Aurelio se levantó del· ba,nquillo y fué al balcón abierto en busca de brisa: tenía las sienes empapadas en sudor. 14 jAh!"... La gasa color naranja de una camisa ponía una gran mota áurea en el oscuro hueco de la ventana de enfrente. ¡Una oyente silenciosa e incógnita! Y parecía bonita entre las .penumbras. Sintiéndose contemplada con ciert.a insolente complacencia por el "artista", la joven desvió la mirada y se escurrió, temblorosa y tímida, tras las cortinas blanquísimas de la ventana. Por entre los lirios rojos, que se er"guían como pasiones aprisionadas en el cristal esmeraldino del búcaro, los ojazos magníficos de Luisa asaeteaba.n juguetones los de Aurelio. Hab!a alg:> en esta mujer que le atraía-¿su ironía, su desverguenza, el aire d~ soberbio reto que había en toda su persona ?-y al mi~mo tiempo le repelía -quizás su corazón aletargado por una eteTn'!l inercia; aquel corazón dormic!o; tal vez, como el suyo propio. -Luisa, ¿has visto la lista de mis invitados?la voz de Marta, la anfitriona, cortó el juego d~ miradas que se encontraban por encima de los pétalos sangrientos que ornaban la mesa del comedor. -¿Me Jo preguntas por Alberto, porque le has invitado-? ¡Ja .ja, ja! ... ¿Bien sabe e.l pobre que las aguas de la ría corren por otros caue:es. No sé por qué te empeñas, Marta, en recordar lo que ya ha muerto. Mira, me harás llorar si sigue por ese camino. ¡ Aurelio, hábleme, por Dios!-suplicaba ella con los ojos picarescamente provocativos tras los pá:l'pados semicerr3.dos voluptuosamente mientras sus labios encendidos gustaban lentamente dQ la sidra que parecía ámbar diluído en el cristal finísimo de la copa. A Aurelio no le causaban escalofrios ni desazones las artimañas de la coqueta; le divertían soberanamente y las consideraba como arranqu-E>$ de niña mal criada. En el fondo de su alma, ¿cual era su opinión del cinismo de esta mujer super-moderna que jugaba c·on las emociones? -Luisa, no es V. muy buena con nosotl'os. ¿Por qué nos da a entender siempre que no demostramos lo que valemos ni que valemos lo que demostramos? ¿O es su alma un nuevo Prometeo qu~ sueña con el espectro de la libertad para volver a caer en la miseria esclavizante de las cadenas y de la soledad? -Bajo la sombra de las trepadoras, en la baranda de la casa, Aurelio escl'utaba con complacencia el rostro de Luisa. -Mire, Aurelio, yo tengo el mismo derecho que V. para hacerle la misma pregunta y, quizás, la respuesta que nuestros labios jamás pronunciarán será la misma en el fondo de nuestros corazones. ¿No lo cree?-y en la voz suave y acariciadora de mujer acostumbrada a gustar tembló una nota de ironia profunda, mal diSimulada. Aurelio no respondió Su mirada se fijó ~ la lejanía y, sin volver la cabeza, respondió con voz grave y rostro impasible: -Y, ¿por qué no?-Luisa parecía absorta en algún pensamiento. Su boca bermeja trituraba una 'ramita de jazmines que su mano babia cortado al azar. Ambos callaban y en aquel silencio parecía flotar un vaho de confesión, de desnudeces. De pronto Aurelio estalló en carcajadas y, levantándose de su asiento dijo mirando burlonamente a su compañera: "Vamos, amiguita, esto presagia males. Ya estábamos en camino de ~namorarnos el uno del otro. ¡ Pícar~s so'mbras ! ... " A Aurelio le producían una perversa · al<1gría estos tiroteos de palabras crudas con su linda compañera. ¡Y a fe suya que no era despreciable el enemigo! Una risa despreocupada, casi insolente, como las palabras que él había pronunciado hacía poco, le hirió el oído. Ella le miraba con sus ojos rientes, inocentes, con los labios entreabiertos enseñando el minúsculo tesoro· dental. Al abandonar su asiento. el ramito de jazmines se deslizó a lo largo de la sobrefalda de blondas de Luisa. Aurelio, sin saberlo, puso el pie sobre las florecillas que murieron aplastadas contra )as ba1dosas del piso. -La música siempre ha producido en mí una sensación de olvido de mí misma. Es la suspensión en un vacío que no me produce ni espantos ni inquietudes. Sólo un vértigo dulce, dulcís·imo -así, sin saberlo, Carolina, la niña de enfrente, abría la fontana de sus emociones al hombre que '·siempre babia puesto un frente indiferente a eJlos. "¡Hum! "Sentimental, sensible, sensitiva". Hay diversión para rato. Y Aurelio ya se divertía anticipadamente con las ingenuidades de la chiquilla. , -Y, si no es tanta la indiscreción, ¿podría saber si mi música ha logrado la dicha de elevarla a Ia.s regiones de la estética ?-Hizo la pregunta mirándola de lleno en los ojos~ sonriente, perverso. -¿Su música?... Cuando V. hace cantar al p·iano mei parece que el crepúsculo está en sus dedos y ... ¡el crepúsculo me hace llorar!-Un vivo carmín se difundió por su rostro. Y en aquel caótico girar de parejas borrachas de luz, de música y de aromas femeninos, Aurelio quiso de nuevo poner a prueba su experiencia de hombre mundano, bien dotado por la naturaleza. Bailaron. El taUe juvenil parecía quebrarse bajo aquel brazo robustecido por los deportes. La fiesta hab1a terminado. El último coche había abandonado los umbrales del gran jardín en ignición eléctrica. Luisa y Aurelio no podían separarse, sin lanzarse las últimas ~stocadas de , ritual. . -¿Usted, Aurelio? ¿Con aquella monjita? Ja, ja, ja, ja ... ! -¡V~emos, dulce amiga m1a!-Luisa comprendió el reto. A pesar de su escepticismo, a Aurelio le con• venc::a la niña, Carolina. Y no pudo rechazar lá idea de que se había ~amorado de ella como un loco. Y como un loco o como un niño le habló, buscando frases dulzonas y soñando con una vida llena de creencias más firmes. Y, sin embargo, una futeza, como una ráfaga, destroZó la mara• ña que ellos teijían. Cierta noche, mientras departían emorosamente, la rosa amarilla que ella llevaba sobre el pecho se desprendió y cayó al suelo. Aurelio la recogió y, maquinalmente, fué despetalándola hasta que no quedó en su manó más que el esqueleto de una belleza. 11 Queo lástima! ¿Por qué la has roto?" dijo élla mirándole tristemente. "Bah!. Una rosa más, una rosa menos no empobrecerá la flora del país, ¿ver.:. di-d?-No, pero eres cruel. No tenías por qué destrozarla. ¡Si me la hubieras devuelto!" gimió la voz que a pesar de todo tenía inflexiones dulcísimas para él. 11 Bien; no lo volveré a hacer", pero aquello le había causado cierta ira. Le molestaba la sensiblería extrema. Aquella esce·na volvió repetidas veC"es a su imaginación. Le produda iQlpaciencia y fastidio aquello que él llamaba "cursilería femenina" y, sin embargo, la quería de veras. No, estaba visto que aquellas ternuras no encontrarían eco en él. ¡Era demasiado viejo para ella! Los días pasaban y aquella idea se aferraba con más tenacidad a su cerebro. Y, quizás, por la primera vez en su vida sintió piedad por una mujer; por la primera vez hizo un sacrificio, el más cruel, el de sí mismo. -Bien, me quedo con esto,---dijo Luisa al dependiente que encerró de nuevo la joya en su estuche de terciopelo color zafiro. -Buenos días. ¿Otro capricho, ·eh ?-Aurelio, sonriente, ton el sombrero en la mano, se hallaba a sus espaldas. -Es mi regalo de bodas a su ºnovia lirio". Una larga carcajada acompañó a sus palabras. -¿Se puede saber qué es? Y, no sea V. tan maligna de palabras. -Bueno, véngase conmigo al coche y le conduciré a donde sea,-provocativa, desafiaba las leyes. Bajo sus manos diminutas, cubiertas de gemas, el volante del coche era un juguete barato y feo. Bajo la bóveda de acacias del Pasaje del Carmen el coche se paró en seco, El mar azul era un remedo del azul del cielo. Lejos, blanqueban las velas distendidas de los barquichuelos pesca. dores; los cascos obscuros de los acorazados anclados en la bahía parecían nostalgias esculp'.das en mármol gris. -¡Y bien! no podrá decirme aho1oa que no siente estremecimientos de agua lejana y espc:rcida.. . . ni que tampoco no le produ~en malestar los venenos luminosos de la luna y de la mm· . .. citando al autor de Maschere, mi autor predilecto. ¡ Maschere! Usted y yo y el mundo entero. ¡Ja, ja, ja ... ! -Las manos enjoyadas apretaron el volante y el coche siguió su camino firme y recto mientras una amargura incognoscida mordía el corazón de la intrépida guía. De pronto el coche hizo una parada abrupta. Las manos soltaron la manivela y buscaron algo en el bolso de exóticos arabescos. -¿ Qui1 ere prenderme esto en el pecho, por favor?-Luisa, con el d.escaro habitual le presentaba el imperdible de brillantes que había adquirido con el propósito de regalárselo a la ºnovia lirio". Aurclio se volvió. Cogió la joya que mordió 8Uavemente la gruesa seda del vestido. Una fina sonrh:a enfloró su boca mientras bruscamente, como quien tiene prisa por convencerse a sí mismo, la cogió en sus brazos y estampó un beso de fuego, un beso de desesperado en los labios purpúreos de la compañera. El coche prosiguió su carrera. Luisa sonreía, y la cabeza levantada regiamente aseguraba un triunfo interior. Carolina llorosa, desconsolada, jamás comprendió el único bello gesto de aquel cínico que no quiso comprometer su juventud arrastrándola a su vida donde las rosas de la Fe ya hacía tiempo pendían mustias y desvahidas de las ramas mutiladas de su alma.