La mejor venganza

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Title
La mejor venganza
Language
Spanish
Rights
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Fulltext
El club X . .. , de Manila, daba un baile suntuoso en conmemoFación del décimo quinto aniversario de su fundación. El espaciosó salón de actos, transformado en sala de baile, brillante y luminoso como un ascua de oro, veíase engalanado con grímpolas y colgaduras que lucían )os tolores de las banderas de diversas naciones, por tratarse de un club cosmopolita. Lo mejor de la 'sociedad manileña estaba allí representado, predominando la juventud de ambos sexos, que ardía en impaciencia porque diese comienzo el baile. Luz, perfumes, alegría, belleza, chkoleos se escuchaban y pertibían por doquier, con gran contentamiento del alma y los sentidos. No sería desacertado suponer que, así para el plantel de bellísimas mujeres que deambulaban enjoyadas y sugestivas por el salón, como para los jóVenes elegantes, de rigurosa etiqueta vestidos, que mariposeaban en torno de ellas, aquel lugar era la propia gloria trasladada por una noche a la tierra. Por fin llegó el momento de danzar apetecido. El director de la orquesta lba a dar la señal a sus músicos. . . De improviso, en vez de los acordes esperados, en uno de los extremos de la sala más conturridos, se oyeron voces de disputa, seguidas de una sonora bofetada que repercutió desagradablemente en los oídos de todos los presentes. Algunos, los más serios, hicieron ademán de marcharse, pero viendo que los contendientes eran separados por sus amigos, se detuvieron. Por tod~s partes se¡ o'.'an exclama~iones de disgusto: -¡Shocking! -¡Qué mal gusto! ¡Venir a reñir a un lugar como éste y en esta ocasión! -Pero ¿qué es lo que ha pasado?-inquirió una señora entrada en años a un joven que salía ·del rintén de la trifulca. Es~ no ss hizo de rogar, pues su profesión de abogado le incitaba en cualquier momento a dar juego a la lengua. Carraspeó afectadamente, con el fin de dar tiempo a que se aproximaran Otros curiosos, y una vez conseguido su objeto, -Parece ser---explicó---que el oferisor pretendía bailar la primera sonata con la novia del ofendido. Este le hizo notar lo inconveniente e inoportuno de su pretensión; Pero el .otro, sin atender a razones, replitó violentamente, se agrió la cuestión, y el pobre Juan lbiernas, el novio, recibió el bofetón tonsabido. Creo necesario advertir a Vds., para la mejor inteligencia de lo sucedido, que el agresor fué en un tiempo pretendiente de la novia de Juan, recibiendo de ella, en pago de su adoración, un magnífico ejemplar tucurbitáceo de eso que los enamorados llaman, no sé por qué, calabazas. Con esto queda aclarado el móvil de la agresión . . . Llovía sobre mojado... En otra época, lo ocurrido entre esos dos jóvenes terminar!' a en un duelo a muerte; en los tiempos prosaicos que corremos, las leyes no permiten que el hombre vindique su honra mancillada... ¡O témpora, o mores! Y es una lástima, porque ambos son cazadores y manejan l~s armas que es un primor, sobre todo Juan. No hay premio de tiro al blanco que no se lo lleve él. Y, a propósito: pasado mañana tenemos proyectada una tacería en una provincia cercana, y si mal no recuerdo, en la lista de los socios de este club que· tomarán parte en ella, figuran Juan y Luis Villarroel, que es el ofensor. ¡Pobre Juan, con Jo noble y valiente que es, llamarle cobarde y abofetearle ante un público tal y delante de su novia por añadidura! Los hombres no perdonan nunca ofensas de esta clase, y menos aún los que, como Juan, llevan sangre española en las venas. Pase que los varones nos insultemos entre nosotros, tengamos o no valor, pero ante Vds., señoras y señoritas, tenemos que ser todos unos Roldanes, unos Bayardos, en fin, unos eorderos con piel de león ... -Cuando pega V d. la hebra, amigo mío, no la suelta en tres días-exclamó interrumpiendo al abogado una linda mestiza de veinte años.-Todo lo que V d. acaba de decir es muy interesante, pero no se le ha ocurrido pensar que esa cacería podría terminar mal. Si de mí dependiera, no permitiría que esos dos muchachos fueran juntos de caza. -¡Ni yo tampoco ... ! -Ni yo ... -Lo mismo digo ... -ratificaron uno tras otro todos los presentes. Iba a contestar el leguleyo, pero la orqueista iniciaba entonces un fox-trot: y no era cosa de perderlo. Recobró el salón su ap.imación interrumpida, y al poco rato, ya nadie se acordaba del incidente. ¿Nadie? No; alguien había que en aquel momento se estremecía de <:hiera dentro del auto que lo llevaba a su domicilio. 11 Han transcurrido veinticuatro horas. Juan, que no se ha movido de casa desde la noche anterior, ha recibido durante el día la visita de varios amigos, que han ido a ver1e ex-profeso para recomendarle prudencia; entre ellos estuvo e] presidente del club y jefe de la expedición cinegética, quien, temiendo alguna desgr2cia, trató de disuadir a Juan de que tomase parte en Ja Cacería¡ pero encontró a éste en tan buena disposición de ánimo y tales promesas obtuvo de él, que se fué convencido de que todo pe1igro estaba conjurado, y accedió a que Juan les acompañase al día siguiente. No obstante, la ca1ma del joven era sólo aparente. Así como se vió libre de oficiosos visitantes, se encerró en su biblioteca, donde a más de buenos libros guardaba una variada colección de armas y trofeos de caza. Estos últimos, adosados a los entrepaños de las ventanas y a los espacios de pared que dejaba libres la anaque1ería, consistían en cabezas de jabalíes y ciervos, disecadas, de diversos tamaños. En el tabique testero se destacaba una panoplia de krises, bolos y kampilanes. Sendos y fonjes butacones, guarnecidos de cuero, en los ángu1os dEl la estancia, una mesa oblonga, de narra, en el centro, y alguna que otra silla aquí y allá, componían el resto del moblaje, todo limpio y ordenado. •. La primera operación de Juan al encerrarse allí, fué entender la luz; abrió luego las ventanas para que se renovara el aire de la habitación, y sacando de uno de los aparadores dos escopetas de caza de dos cañones, las examinó minuciosamente; eligió una de e1las y se puso a limpiarla y aceitarla con la destreza de' un armero. Terminada la limpieza, comprobó que los gatillos funcionaban sin esfuerzo, llenó una canana de cartuchos, volvió la escopeta desechada al armario, y dejando la limpia enfundada sobre la mesa, sonrió amarga y siniestramente. Bien· sabía que "aquello" le llevaría derecho a ·la cárcel; que perdería su posidón social, el bienestar material que le proporcionaba su fortuna; que ya no podría casarse con la mujer que amaba, a quien hab:a jurado la noche anterior, al despedirse de ella, no cometer ninguna violencia; pero todas estas consideraciones se desvanecían como el humo al recordar la ofensa. ¡Pegarle a él! ¡Y aun vivía aquel canana! ¡Y le había insultado llamándole cobarde! ¡Cobarde él, cuando jamás había temblado ni al luchar a brazo partido con un jabalí furioso ni a la proximidad del caimán! "¡Puaf, qué asco!", se dijo tratandode ahuyentar de su mente aquellas ideas, mien-· tras cogía al azar un libro. Se arrellanó en una butaca y comenzó a leer automáticamente. ¡Qué insípida le resultaba la lectura! ¡Qué necia la literatura frente a la realidad de la vida !-e: Palabras, palabras y palabras,, que dijo el trágico inglés-masculló decidido a dejar Ja lectura. Ya iba a cerrar el libro, cuando Una frase atrajo su atención. "Combatir el mal con la violencia, es duplicar el mal", decía el autor del libro. "Tiene razón este buen ruso", pensó Juan. "Pero ¡bah!, éstos son sueños de utopistas; una cosa es predicar ... y otra recibir una bofetada". De· jó el libro con desdén sobre la mesa y cogió otro, también de autor moscovita, de Dostojewsky, a quie·n admiraba como el más sutil buceador de conciencias atormentadas. Parecíale recordar que en Ja obra cumbre del gran psicólogo ruso, en "El crimen y el castigo", que era la que ten·a en la mano, había un pensamiento que se podía referir a su caso actual. Hojeó febril el libro. y al fin dió con lo que buscaba: la reflexión del desdichado Raskolnikoff, en uno de sus vagabundeos delirantes, después de perpetrado el delito: "Qué cobarde es el hombre, y qué cobarde también aquél que por ello le llama cobarde". Sabía Juan que lo que movía a pensar así al extraño personaje de Dostojewsky no tenía nada que ver, en principio, con su propio caso; pero se acoplaba tan bien aquel pensamiento con el concepto que le merecía la. chulapería de. Luis, que le sirvió para afianzarse en su determinación homicida. Apagó la lu?., cerró las ventanas, y con el libro en la mano por si no podía conciliar el sueño, se retiró a su cuarto murmurando: ºLa suerte está echada; duerme tranquilo, Luis, ·que ésta es tu última noche." 111 An~s de1 amanecer, varios automóviles salían uno en pos del otro de Manila conduciendo a los cazadores del club X . .. , que se las prometían muy felices descalabrando a todo animal, bípedo o -cuadrúpedo, que se les pusiera delante. Todos ellos ttran fervientes devotos de San Humberto, patrón de los cazadores, si no me equivoco. Co·mo nunca he pas-ado de pescador de caña, mal podría describir el entusiamo de los aficionados a la caza, de no habérmelo pintado con los vivos colores de su verbo andaluz uno de los que participa1·on en la ineidentada cacería que motiva este relato. Apenas habían dormido, ocupados en la limpieza y apresto de las armas, y, no obstante, en sus fisonomías se transparentaba el placer de que estaban poseídos. Hablaban, al correr de los autos, de sus proezas cinegéticas pasadas¡ discutían acaloradamente sobre si el vuelo de la agachona es más o menos rastrero que el de la codorniz de Europa; sobre si el olfato del podenco es superior o inferior al del galgo. Pero todas Ia:S disputas cesaban corno por ensalmo cuando alguien decía que el placer de la caza supera a todos los que pueda sentir el hombre, sin excluir los del amor. En este punto no había diveTgencias: todos estaban de acuerdo. Y cuenta que la mayoría eran honrados padres de famiJia, ¿Qué dirían sus mujeres si ]es oyeran?. . . Pero vu.:;lvo a mi asunto, es decir, a mis protagonistas. Uno recordaba 13. prosapia divina de los cazadores con la evocación de Diana, diosa de la caza, hija del mismísimo Júpiter; otro sacaba a colación alguno de los trabajos de Hér.cules, consistente en desquijarar fieras; esotro citaba la caza del jabali de Calidonia, a la que asistió el propio Jasón, inmortalizada por Poussin en un cuadro famoso que recordaba haber visto en el museo del Prado cuando estuvo en Madrid. Y con tales remembranzas sentía·nse doblemente dichosos, como si algún parentesco leS uniera con tan encumbrados personajes. En todos los automóviles se hablaba con idéntica animación. Juan, que iba en el de los cazadoresmitólogos, callaba, disimulando a duras penas la turbación que se apoderaba de él conforme se acercaban a) lugar señalado para el ojeo. Aliborecía ya cuando llegaron al punto de destino, situado en la estribación de una pequeña cordillera de montañas. SE; apearon con alegre rebullicio, respirando a pleno pulmón la fresca brisa matinal, y como no lejos de alli serpentea· ha un arroyuelo y tenían las piernas entumecidas, se dieron una carrera ·para des-entumecerlas y ablucionarse de paso €'n las frías aguas del regato, mientras los criados, que venían en coche &parte con los perros, armas y provisiones, soltaban los car.es y se ponían a preparar a toda prisa un frugal desayuno a base de fiambres y café. Un detalle en que nadie se fijó fué que Juan se dejó el perro en casa, olvido raro en un cazador. Al volver del riachuelo, Luis, que por un cínico alarde de valor no quiso quedars-e en la capital, intentó acercarse a Juan, para disculparse, pero no se atrevió. Y menos se atreviera si hubiera podido escuchar lo que Juan debió de decir a un buc¡n amigo que con él iba conversando, quien, temeroso de que el joven les aguara la fiesta, le dijo cuando se separaron: "Tú eres cristiano, Juan, y ya sabes lo que Cristo ordena: perdonar )as injurias, como El las perdonó, y a quien nos hiera en una mejilla, presentarle la otra". IV Los cazadores se han d-esperdigado por el monte para apostarse en los sitios convenidos. Fntre los ál"boles, rodeados de helechos, sensitivas y cogon, se vislumbra el cielo azul surcado por cúmulos y nubecillas ~ un blancor ligeramente añilado, como el de la ropa blanca recién lavada. Alguno que otro lumboy acabado de frutecer, muestra su copa cuajada de bolitas rojas, que le dan cierta semejanza con el cerezo. Aumenta el calor, por ser ya muy avanzada la mañana. La batida ha resultado infrue:t~osa; ni una sola pieza de importancia han podido cobrar los cazadores, que empiezan a desanimarse.. Tan sólo alguna pobre avecilla se pone de cuando ein cuando al alcance de las escopetas, cuyos disparos repefcuten aparatosamente en las ecoicas oquedades de las cañadas. Juan, más experto que ninguno de sus compañeros, ha descubierto al cabo dos rastros, el del jabalí y el de Luis, tortuosos los dos y en la misma dirección, como si ambos, hombre y fiera, fueran a encontrarse.. Juan e~tá parado y perplejo, no sabiendo qué camino seguir; son dos huellas igualmente tentadoras; su afición le incita a seguir a la bestia; su odio, a su enemigo. En vano se resiste a la venganza; sus razonamientos resbalan sobre su voluntad sin rozarla siquiera. Mas tarde, recordando este momento, comprendió la profundidad de aquel pensamiento de Pascal: ºEl corazón tiene sus razones que la i·azón ignora". Pero entonces no se le ocurrió pensar en esto ni en nada más que en su odio. Con un movimiento brusco, terció le escopeta y marchó tras los pasos de Luís. Habría caminado cosa de doscientos metros por la fatigosa e intrincada espesura, cuando, delante de él y en un claro del boscaje sonaron ladridos y un sordO rebudio, a los que _siguieron dos tiros y un grito humano de terror. Juan comprendió en seguida, apretando el paso en aquella dirección, que aquellos dos tiros habían errado el blanco o simplemente herido al jabalí, en cuyo caso el cazador estaba perdido, pues no tendría tiempo de volver a cargar la escopeta. Una idea súbita le hizo estremecerse. "¡Si 0 Será Luis!" pensó. 'i¡Oh, si lo fuera, sería la providencia quien me vengara." Llegó jadErante al vano del bosque y miró ceñudo y curioso el espectáculo que se ofrecía a su vista. Luis, demudado y con el brazo derecho ensangrentado, se defendía a cuchilladas de un enorme jabaH que, ciego de rabia y herido, le acometía. A un lado, el pobre perro, despanzurrado, agonizaba. Se notaba que a Luis le faltaban las fuerzas por momentos; pronto no sería su cuerpo más que una piltrafa sangrienta. La fiera, en una de sus embestidas, se alejó algunos metros de Luis impelida por la inercia, instante que aprovechó el joven para pedir auxilio y orientarse para una posible huida. Y entonces vió que no estaba solo; reparó en Juan, y viendo la faz adusta de su enemigo, palideció terriblemente y perdió toda esperanza. La voz de socorro se le heló en la garganta; mas al ver que el jabalí volvía a la carga, gritó a Juan, desesperadamente: "¡ Mátame de una vez!" Aquel grito moviera a lástima a cualquiera. Juan no vaciló: levantó la escopeta, fijó la puntería, y uno tras otro disparo los dos tiros . La tragedia €'ntre el hombre y la fiera hab'."a terminado. Un olor acre de pólvora y sangre flotaba en la atmósfera. Cuan de llegaron los derriás cazadores atraídos por las detonaciones, vieron un hombre de rodillas... Era Luis, que viendo caer muerto al jabalí con dos balazos en la cabeza, hab:a caído a las plantas de Juan, trémulo de gratitud y admiración hada aquel hombre a quien insultara y abofeteara dos días anks, y que le salvaba la vida cuando podía haberle dejado morir sin riesgo alguno. -Te !perdono-le dijo Juan alzándole del suelo. Y ante la estupefacción de los conmovidos compañe,ros, agregó dirigiéndose a Luis, pero de modo que le oyeran todos :-No sabes, ni yo tampoco lo sabía antes, la satisfac:·ción que siente un 11 cobarde" cuando puede vengarse así. El general Ceno, jurando el cm·go de Presidente de la Repúbl-ica de Perú, al que ha sido exaltado por la Junta militar formada después de la deposición del anterún- Presidente S1·. Leguia., efectuctda al queda1· victoriosa la 1·evolu.ción que contra el mismo estalló en aquel vaís. Varios son los medios ideados en partes del mundo 7w1·a soliwionar satisfactoriamente el vroblema del tráfico, pero hasta ahora han resultado má.<i o menos ineficaces. Vean, en la fotogl'afía, la serie de líneas trazadas ,en la intersección de dos calles de la ciudad de Ch1·cago, que P.e; 11n novisimo y complicado sistema para regular automáticamente el tráfico de vehículos y peatorlies. . . para q11e sigan ocurriendo los accidentes de siempre. Esta tem.e1·osa y espontable máquina es toda una Sciiora. escafand·1·a, con la que mi buzo puede descender a. la respetable profm1d-idad de 250 brazas y ha sido ideada por el Sr. José Salim Pe1·ess. Dentro de ella, el buzo puede come1", escribir y fumar. Solo le falta un aparato de radio para ser completa. La policía de Be1·lín cacheando a una la1·ga fila de social:stas durante las elecciones celebradas en la 1·epública germana para elegfr el quinto «Reichstag,» en las que friunfó vor eierto por ubrumadora mayorz'a el Partido Social Nacionalista.